Los conceptos sexo y género pueden dar lugar a confusión a pesar de que aluden a aspectos bien diferenciados. Mientras que el término sexo hace referencia a la condición de nacer hombre o mujer, el género constituye una construcción cultural, y por lo tanto un aspecto modificable, a través del cual se transmiten las creencias y valores sociales vinculados con ser hombre o mujer,  es decir, se describe y ejemplifica lo masculino y femenino en forma de estereotipos, mensajes y creencias que interiorizamos a lo largo del proceso de socialización.

Pese a que el género es una construcción meramente cultural, a menudo se busca fundamentar  en justificaciones biologicistas e innatistas poco inocentes que tratan de perpetuar unos determinados roles personales y un predecible orden social establecido, el patriarcado, en el que las diferencias anatómicas y biológicas entre hombres y mujeres constituyen la base perfecta para la discriminación, la desigualdad de oportunidades y el abuso de poder de un sexo sobre el otro.

Según este sistema binario y heteronormativo existen sólo dos identidades, la femenina y la masculina, bien diferenciadas y enfrentadas por sus contrastes. Este llamado sistema sexo-género es sólo uno de los mecanismos que el macrosistema de la sociedad patriarcal utiliza para garantizar una homeostasis fundamentada en la falta de autonomía y libertad de los individuos que la integran, tanto mujeres como hombres.

La psicología como disciplina, y más concretamente la psicología diferencial, se ha interesado en investigar las diferencias entre hombres y mujeres en aras de esclarecer algo más sobre esta cuestión. Lamentablemente, en gran parte de estos estudios científicos, se ha producido un sesgo tanto en los contenidos objeto de ser estudiados, como en la metodología propuesta, los resultados considerados significativos, y lo que es más importante en el análisis e interpretación de los mismos.

La razón de dicho sesgo radica principalmente en el paradigma androcéntrico a partir del cual la comunidad científica ha llevado a cabo históricamente estos estudios.  Dicha perspectiva preside aún hoy en día el conocimiento científico de la mujer, pues el discurso médico-científico en el que se encuadra la psicología, ha sido históricamente un monólogo colectivo del género masculino, donde la presencia, perspectiva y voz del interlocutor femenino no ha sido tenida en cuenta. Es en este sentido que la psicología mantiene en parte de sus investigaciones este conocimiento tácito, creencias y subjetividad en relación a la mujer.

No fue hasta la publicación de la Teoría del esquema de género (Bem, 1981) que lo femenino tuvo una conceptualización propia en psicología. Por primera vez se propuso la independencia de ambos constructos, lo femenino y lo masculino, en contra de la suposición tradicional que consideraba que masculinidad y feminidad era extremos opuestos de una única dimensión. Dicho autor introdujo también el concepto de androginia para definir aquellos individuos liberados de los mandatos de género, que combinaban características consideradas socialmente como masculinas y femeninas respectivamente.

El género está formado por tres factores: lo biológico, lo sociocultural  y lo psicológico. Tiene un componente psicológico en cuanto a que otorga significado al individuo, le da una identidad, y es en este sentido que lo social acaba afectando a lo intrapersonal, a la construcción y desarrollo del yo.

Durante el proceso de socialización las personas interiorizamos los mandatos y estereotipos de género propios de nuestra cultura, y es en esta dialéctica entre nuestros deseos y los valores sociales imperantes, entre uno mismo y los otros, donde puede surgir el conflicto interno que nos impida ser libres.

Es a partir de una autocategorización del propio sexo (“soy niño” o “soy niña”) que las personas iniciamos la construcción activa de la manera de entender nuestro entorno, lo que nos llevará a identificarnos en un primer momento con aquello análogo a nuestro yo, con aquello propio de la categoría sexual en la que hemos nacido.

Niños y niñas comparten este proceso inicial de manera muy similar, pero llegada la edad que va entre los 5 y los 7 años, cuando se empieza a interiorizar el juicio social, la niña más que el niño puede dejar de percibir su grupo de la manera positiva y legitima en que lo hacía en la etapa previa si capta el mensaje sexista.

En líneas generales parece que a lo largo del desarrollo masculino se produce un proceso de socialización más caracterizado por la imitación que por la asimilación de conocimiento del otro.

Al incorporar a nuestro imaginario la mirada del otro, del grupo social y del grupo de iguales, respecto a nuestra condición de mujer u hombre, las personas podemos llegar a prescindir del propio criterio, autónomo y libre, cediendo a la presión social y de grupo para ser aceptados y evitar así el castigo social.

Una construcción rígida y dicotómica del género constituye una fuente de expectativas, mitos y creencias sobre uno mismo y el otro que poco o nada tienen que ver con la libertad y la aceptación. Es necesario tomar conciencia del peso que el mandato de género ejerce sobre nosotros, liberarnos de su influencia y legitimarnos para ser autónomos y escribir nuestro propio guión.

 

Bibliografía recomendada:

 

  • Sau V., Otras lecciones de psicología. Ed.: Maite Canal Editora (1992)
  • Jayme, M. y Colom, R. Qué es la psicología de las diferencias de sexo. Ed.: Biblioteca nueva (2004)
  • Villegas i Besora M., El error de Prometeo. Ed. Herder (2011)

 

 

Marina Jiménez Linares.

Psicoterapeuta