Escrito por: Miguel de Molina
¿Alguna vez te has encontrado embobado mirando a un bebé? Por circunstancias de la vida, es una situación que vivo a menudo últimamente. Contemplas absorto a ese recién llegado que mira fascinado todo lo que le rodea y trata de alcanzar algo nuevo que tocar y sentir.
Es evidente que no todo el mundo pensará lo mismo ante un bebé. Mientras unos se derriten, otros se sienten inseguros con algo tan delicado en brazos. Hay personas que miran a los bebés como si fueran extrañas criaturas sacadas de un documental o que incluso se sienten interrogados íntimamente por su llegada. Pero todo eso se refiere a nosotros, los adultos. Cada uno vive el significado de un bebé a su manera.
Pero lo innegable es que al bebé no le falta nada. Tal cual es, es maravilloso.
¿En qué momento perdemos esa condición? ¿Cuál es el instante fatídico en el que nuestra condición de criaturas maravillosas pasa a ser juzgada y valorada?
La repuesta a esta pregunta es muy compleja, pero la más simple y directa sería: en el momento de socializarnos. En el momento en el que empezamos a participar de los grupos a los que pertenecemos, grupos que se mantienen, entre otras cosas por una serie de creencias, normas y valores. Sin embargo, no es mi intención hacer de este artículo un tratado de psicología social y/o de grupos. Más bien, mi intención es reflexiva.
No podemos aislarnos del contexto social en el que nos formamos y vivimos. Como seres sociales que somos, nos movemos en un baile constante entre nuestra necesidad de pertenecer al grupo y nuestra necesidad de diferenciarnos de él.
Lo que sí podemos es tomar consciencia de qué exigencias, qué aspectos, qué requerimientos son los que condicionan esa maravilla innata con la que nacemos y que, sólo aparentemente, perdemos. Y, en segundo lugar, plantearnos si esos condicionantes son realmente reales y legítimos para mí. De forma consciente o inconsciente decidimos cómo condicionamos esa maravilla innata (ser alto/a, ser hábil haciendo x, tener determinados estudios, ser guapo/a, ser rico/a, ser listo/a, tener x, conseguir x,…).
Nuestros logros y aprendizajes, nuestras habilidades y nuestros objetivos forman parte de la experiencia de ser una persona, y son necesarios para crecer y evolucionar. Pero no son un condicionante acerca de la dignidad o la completitud de la persona. Lo maravillosos que somos no depende de uno o varios aspectos aleatorios (o profundamente reflexionados). No es una condición. Es una de las pocas cosas estables en nosotros.
Os invito a que cojáis una foto vuestra de cuando erais bebés. No importa si fue hace 15 años ó 70. Tan sólo mirad la foto y contemplad lo maravillosos que sois.
Ahora preguntaos: ¿Bajo que condiciones estoy juzgando la maravilla que ya tenía este niño al nacer? ¿Cuáles son los juicios que le he ido imponiendo a lo largo de los años? ¿Tienen algo que ver realmente con quienes somos?
Trabajemos por evolucionar, por aprender, por crecer, por lograr nuestros objetivos, por lograr hacer de nosotros y de nuestra vida algo cada vez mejor.
Pero no por alcanzar la dignidad y esa maravilla que emanamos cuando somos bebés, porque eso, es incondicional. Todos somos maravillosos.
© Copyright DotLife WordPress theme All rights reserved.
1 Comment
Muy interesante y lo comparto totalmente, nuestra esencia nos hace maravillosos!
Gracias por el artículo